ME LLAMO VIENTO

Relato de Jordi Raich

Alguien definió el hervidero de Jartum como la sala de espera más grande del mundo. Hawa esperaba el 4 de marzo. Hawa, “Me llamo viento”, diría ella. Su toob, holgado vestido local, presagiaba una mujer menuda, de una fragilidad desmentida por una mirada sin lugar a dudas …Leer artículo completo

Más de cinco millones de habitantes observan el terror del conflicto bajo una calma aparente. Jartum, una ciudad de África de la que algunas personas, pocas, han conseguido escapar y donde otras, temerosas, deambulan a la espera de una tensa calma, con una palpable tristeza que, aquí, es difícil imaginar.

Francisco Magallón  – Sudán, 2004.

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Alguien definió el hervidero de Jartum como la sala de espera más grande del mundo.

Hawa esperaba el 4 de marzo.

Hawa, “Me llamo viento”, diría ella. Su toob, holgado vestido local, presagiaba una mujer menuda, de una fragilidad desmentida por una mirada sin lugar a dudas.

Hawa era una tea lady, mujer del té, una institución de doble filo en Sudán. Los amaneceres de Jartum les pertenecían. Antes del alba se afanaban bajo un árbol, al lado de un edificio en construcción, al rebufo de un bazar, junto a un hospital. De escondrijos imposibles sacaban taburetes de plástico, un mostradorcito y un hornillo de latas recicladas, cajas con los ingredientes del negocio: teteras, vasitos, infusiones y especias. Se las adivinaba entre las sombras de la ciudad dormida por el fulgor de las brasas, el susurro de sus escobillas. Los clientes llegaban con el rezo de la madrugada. Las tea ladies eran el centro de reunión masculino de la manzana. Funcionaros, estudiantes, taxistas, desempleados, formaban corros mientras tomaban jebana, un café denso y aromático, y discutían de fútbol, del precio del pan, del incierto futuro. Sus madres, esposas y hermanas, bebiendo jebana en casa, aseguraban que las tea ladies eran prostitutas. Lo único seguro era que se trataba de mujeres desterradas, solas, capaces de sonreírle a la adversidad. Etíopes, eritreas, darfuris. Lo único seguro era que detrás de cada una de ellas había una historia triste.

No sabía cuándo nació, pero sabía que nació en Gororg, una aldea de Darfur. Era hija de uno de tantos matrimonios interétnicos, “De los de antes de que las tribus fueran lo único importante en nuestras vidas”. Hawa llegó a Jartum a finales de 2004, desgarrada por un conflicto que le arrebató a sus padres y cuatro hermanos, anegó su mente de sangre, llenó su mirada de incendios y ultrajó su cuerpo con palizas y violaciones. “No tengo mucha suerte, pero mis hermanitos no tuvieron ninguna”, diría ella.

La guerra de Darfur comenzaba donde las felices memorias de Hawa y su infancia de muñecas rellenas de paja tocaban a su fin. Cuando el planeta abrió los ojos, un año y medio demasiado tarde, 200.000 personas habían perdido la vida, más de 2.000 aldeas habían ardido, decenas de miles de mujeres habían sido violadas, y dos millones y medio de desplazados desesperaban bajo chozas de espinos en medio de la nada.

Hawa esperaba el 4 de marzo mientras servía té y café con cardamomo bajo un árbol de Cementery Road.

– Este es un buen sitio, rodeado de colegios, obras y la comisaría de policía. Aquí puedo ganar 20 libras al día, pero hay que venir muy temprano para que otras chicas no te lo quiten -explicó Hawa mientras echaba incienso en el brasero.

Entre los clientes pululaba Ali, su hijo sin padre, un manojo de nervios mudo que hablaba sin parar con manos y guiños y ofrecía sus servicios de limpiabotas en una ciudad de sandalias.

– ¿Qué pasará el 4 de marzo? – Hawa miraba de soslayo, regresaba a su paradita y se acercaba a mi taburete con otro azucarillo.

– Que el cerdo hará justicia.

– ¿Qué cerdo? – Hawa partió tras un cliente que intentaba irse sin pagar, dando por concluida la conversación

 

Jordi Raich.